LA MUERTE ENCEFÁLICA Y EL INFORME “HARVARD”. PERCY ZAPATA MENDO.
LA MUERTE ENCEFÁLICA Y EL INFORME “HARVARD”
Este
año, el 8 de agosto pasado, se han cumplido cuarenta años del trabajo que un
Comité Ad-Hoc de la Universidad de Harvard publicó en JAMA (1) con una
propuesta que sentó las bases de lo que desde entonces se reconoce como muerte
encefálica.
Esta
circunstancia debe ser recordada como la primera y más trascendente
consecuencia derivada de la aplicación del avance tecnológico en la medicina
asistencial que ya había incorporado aisladamente, pero con frecuencia creciente,
dispositivos externos destinados al reemplazo de funciones vitales, como el uso
del respirador mecánico y del riñón artificial. No obstante, se necesitó la
aparición de un nivel de cuidado y de seguridad que monitoreara permanentemente
todos los signos vitales y donde pudiera aplicarse continuamente un soporte
tecnológico o farmacológico para cada función orgánica en el paciente agudo,
para poder visualizar situaciones hasta entonces desconocidas en la asistencia
médica.
Así
las cosas, y antes que este nivel de cuidado asistencial se generalizara en
todos los medios hospitalarios y sin que existiera aún la especialidad cuidado
o terapia intensiva, la extraordinaria y valiente lucidez clínica de un grupo
de médicos del Massachusetts General Hospital de Boston impulsó la creación de
ese Comité que dirigido por Henry Beecher –hasta el momento coordinador de un
grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en
seres humanos– e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un
historiador y un teólogo, aconsejó una nueva definición de muerte basada en la
irreversibilidad del daño cerebral producido en ciertos pacientes en coma(2).
El
cuadro clínico y pruebas diagnósticas que demostrarían la detención en las
funciones del cerebro fueron establecidos en el mismo trabajo de sólo cuatro
páginas: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad y sensibilidad),
apnea (ausencia de respiración espontánea), ausencia de reflejos que involucren
nervios craneanos y tronco cerebral (situados en el sistema nervioso central),
y trazado electroencefalográfico plano o isoeléctrico. Cumplidas estas
condiciones durante un tiempo estipulado, y previo descarte de la existencia de
hipotermia (p.ej. por enfriamiento o congelamiento accidental) o intoxicación
por drogas depresoras del sistema nervioso (barbitúricos en esa época), debía
diagnosticarse la muerte, ahora “cerebral”, y suspenderse todo método de
soporte asistencial, en especial la respiración mecánica. No se omitió asimismo
que la necesidad de la propuesta era (I) la carga que el coma irreversible
significaba para el propio paciente y/o para otros (familia, hospitales, falta
de camas para pacientes recuperables) y (II) la controversia existente sobre el
momento en que era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes,
práctica que ya era frecuente hasta para órganos centrales como hígado, pulmón
y corazón(1).
Esta
propuesta sobre muerte encefálica se aceptó primariamente por la clara
evidencia clínica de irreversibilidad de los cuadros clínicos con las
condiciones neurológicas descriptas y en los que, en ese tiempo, el paro
cardíaco se produciría en pocas horas o días, aun con las medidas de soporte
respiratorio y circulatorio. No obstante, se sugirió la conveniencia de instrumentar
previamente una norma legal que, para protección de los médicos, declarara a la
persona muerta antes de retirarla del respirador mecánico, y todavía hoy
resulta sorprendente que la única cita bibliográfica del trabajo (hecho
excepcional en un trabajo científico), se refiriera a una declaración del Papa
Pío XII de 1957 sobre que la prolongación de la vida por métodos
extraordinarios en pacientes críticos y la verificación del momento de la
muerte eran asuntos de incumbencia estrictamente médica(1, 2).
A
partir de este momento y en los años subsiguientes los diversos estados de
Estados Unidos primero, y progresivamente la mayoría de los países occidentales
adaptaron su legislación para el reconocimiento de esta muerte encefálica,
aunque todavía hoy no se generalizó en el mundo islámico y casi no se aplica
por motivos religiosos, a pesar de contar con la respectiva ley, en algunos
países como Japón.
Este
hecho debe ser calificado como trascendental en sí mismo por su significado y
por la marcación de un rumbo que promovió consecuencias no resueltas en el
debate instalado en las décadas posteriores sobre los límites en el tratamiento
del paciente grave. El informe Harvard determinó la necesaria oportunidad de
establecer la existencia de la muerte por circunstancias ajenas al paciente
como lo fueron la carga asistencial, la repercusión sobre terceros y las
necesidades de la naciente trasplantología.
Asimismo,
la muerte quedó establecida como un diagnóstico más, convirtiéndose en
tecnológica y sólo posible para expertos, en oposición a la muerte natural que
era la única existente durante toda la historia de la vida del hombre. También
fue el inicio vincular entre la tecnología representada en este caso por el
soporte respiratorio y la determinación de la muerte. La visualización clínica
de la irreversibilidad del cuadro de coma presentado por estos pacientes y su
muerte próxima legitimaba el retiro del soporte vital para precipitarla o mejor
permitirla, aunque para ello hubiera que acordar que la muerte ocurría antes de
la suspensión de la respiración mecánica y no después. Esta circunstancia
sugirió la necesidad de disponer previamente de una norma jurídica que
estableciera legalmente el momento de la muerte y cambió el órgano que hasta
entonces representaba la vida. A partir de este momento el corazón ya no podía
ser considerado el órgano central de la vida, y la muerte como sinónimo de
ausencia de latido cardíaco. La presencia de un coma irreversible impulsó a
elegir el cerebro como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida.
La muerte era posible con latidos cardíacos, pulso y tensión arterial, signos
que todavía hoy conservan el nombre de vitales(2).
Estas
reflexiones señalan al informe Harvard como un hito, inesperado en su
aparición, en la historia de los problemas morales que surgen a partir del
comienzo de la era tecnológica de la medicina asistencial y cuyo escenario
fundamental fue la sala de terapia intensiva. Y es un hito también, porque en
esta decisión de proponer la existencia de la muerte encefálica ya están
contenidos todos los componentes de los conflictos que aparecen desde entonces
cuando se examina el vínculo de la muerte con el soporte vital(2).
El
comentario más importante que sugiere la revisión histórica de estos hechos,
según ocurrieron, es que se necesitaron unas pocas semanas para elaborar el
informe Harvard de 1968, como resultado de la observación clínica de los hechos
ocurridos en una sala de internación, y muchos años más (trece) para establecer
un marco bioético conceptual que analizó la Comisión Presidencial de Bioética
creada en Estados Unidos para dictaminar sobre la cuestión(3). En su informe de
1981 esta comisión aceptó primariamente que la muerte encefálica expresa, a
través del daño neurológico irreversible de la corteza y del tronco cerebral,
la pérdida de la función cerebral completa (whole brain criterion) en tanto
significa la cesación de la función integradora del organismo como un todo,
reconociéndose asimismo también como criterio de muerte la pérdida de la función
cardiopulmonar. No obstante, actualmente permanecen vigentes las objeciones
efectuadas a este concepto muerte encefálica, más allá de los cuestionamientos
de orden estrictamente biológico, como la persistencia de la regulación
endocrinohormonal homeostática(4), hechos como los que representan los 175
casos con diagnóstico cierto de muerte cerebral publicados por Shewmon5 que
“vivieron semanas y meses” y aquellos otros, correspondientes a mujeres
embarazadas que mantenidas con soporte vital durante días y hasta meses
permitieron el nacimiento de niños normales(6). Estos hechos, posteriores a
Harvard, invalidan la presunción habida desde el citado informe respecto de la
inminente o próxima asistolia de estos casos y dificulta mantener la creencia
de la pérdida del funcionamiento del organismo como un todo por la carencia de
los subsistemas integrados del mismo. Pareciera entonces que sólo un número muy
crítico de neuronas cesan su actividad y esta realidad, enfrentada con el
criterio de pérdida completa de la función cerebral, no podría responder la
pregunta crucial que se ha efectuado Youngner(7): ¿qué cualidad tan esencial y
significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad que su
pérdida constituye la muerte de toda la entidad?
Ambas
situaciones de “sobrevidas circulatorias” muy prolongadas, en relación a lo
descripto en el informe Harvard, se pueden comprender porque a tecnología de la
terapia intensiva de hoy, casi cuarenta años después, explica verosímilmente el
mantenimiento prolongado de estas funciones vitales aunque nadie debería
corroborarlo con un trabajo especial. También se han modificado los tests de
confimación de muerte que son distintos en muchos países, y variables hasta en
los propios estados de Estados Unidos, así como los tiempos requeridos entre el
primer hallazgo y los siguientes hasta su validación. Resulta bien claro que
cuanto mayor tecnología instrumental existe mayor confirmación se tiene sobre
la inexistencia de una clara división entre la vida y muerte, aun encefálica (8).
Actualmente,
a cuarenta años del informe Harvard debe reconocerse el acierto de quienes,
como Morrison(9), indicaron desde el comienzo que el tema en cuestión no era un
evento sino un proceso continuo, gradual y complejo que excedía la biología y
la medicina y que todo acuerdo sobre este punto necesitaba, además de una
intensa indagación filosófica, ética, legal y social, ser asumido y comprendido
por la sociedad, quien en definitiva tendría que delinear y aceptar el nuevo
concepto sobre la misma. Sin embargo esta propuesta no ha sido visualizada así
desde su comienzo y la aparición de la muerte encefálica como un estricto
diagnóstico neurológico ante cuadros claramente irreversibles, permitió
introducir a la sociedad en la creencia de que estábamos en presencia de un
nuevo adelanto médico representado en este caso por el descubrimiento, por el
método científico, del verdadero sustrato de la muerte(2). La irrecuperabilidad
e irreversibilidad de este cuadro prestó absoluta credibilidad a la
interrupción del soporte vital: en efecto, la muerte por paro cardíaco
ocurriría en ese tiempo en pocos días indefectiblemente.
No
obstante, la rápida aceptación de este criterio cerebral para definir la muerte
y permitir entonces la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica o el
soporte circulatorio se debió justamente a que se proponía una solución para un
problema concreto y grave. Transcurría un tiempo donde eran corrientes los
trasplantes y nadie sabía bien en qué condiciones se efectuaba la ablación, con
excepción de órganos como el riñón donde seguramente era posible la espera del
paro cardíaco del donante. La circunstancia inicial de proponer como solución
la denominación de muerte a la nueva situación y ciertos desarrollos
conceptuales posteriores impidieron quizá el aconsejable comienzo para el
conocimiento y la comprensión cierta sobre la verdadera naturaleza de los
hechos(2, 5, 7, 8). Se ha dicho con razón que si en lugar de declarar como
muertos a aquellos pacientes con pérdida de la función cerebral completa, se
hubiera planteado la necesidad de la interrupción del soporte vital o la
ablación de órganos para permitir la llegada de la muerte, no se hubiera
tergiversado inicialmente la verdad a toda la sociedad(7).
Porque
ya es tiempo de decir claramente que la muerte encefálica fue la primer
respuesta que, aunque con un eufemismo moral y también jurídico, se dio al
imperativo tecnológico, que hoy domina a toda la sociedad, cuando se definió la
muerte como un diagnóstico, en un determinado tipo de paciente, en un
determinado tiempo, por una motivación genérica ajena al paciente mismo y con
el cambio del órgano que fuera siempre el centro de la vida(2). Ni la autonomía
del paciente –de cada paciente–, ni la sacralidad religiosa o laica se tuvo en
cuenta cuando por imperio de una ley, que cada país eligió para sí, los que
hasta ayer eran vivos a partir de ese momento pasaron a ser muertos(2).
La
aparición del soporte vital cambió para siempre el eje de un eventual mandato
hipocrático para defender la vida a ultranza. La vinculación del soporte vital
con la muerte resulta un reconocimiento esencial porque su aplicación puede
prolongar la vida, a veces sin sentido, y porque su retiro permite morir,
cerrando el ciclo de la vida que solo cesa con la llegada de la muerte que
forma parte de ella(8).
La
existencia del soporte vital supone para toda la sociedad, y para el final de
la vida, el costo moral de aceptar que la muerte cardiorrespiratoria se vincula
a su uso, a su retiro o simplemente a la abstención en su aplicación. Esta
muerte intervenida actual se interpreta con absoluta razonabilidad si se
examinan los acontecimientos desde el informe Harvard y la muerte encefálica(8).
Frente a esta realidad, y aunque resulte una paradoja incomprensible, se va
instalando en la sociedad implacable y progresivamente la cruel promesa de no
morir. Y así aparecen los nuevos vulnerables emergentes de este progreso tecno
científico que están representados por el aumento de trastornos cognitivos en
la senectud, por la existencia de mayores comorbilidades en una misma persona,
por el aumento de una fragilidad corporal extrema, por la más compleja
invalidez, por los frecuentes estados vegetativos y, en fin, por situaciones
que conllevan un sufrimiento interminable.
Finalmente,
la abstención y el retiro del soporte vital que es usual y corriente en terapia
intensiva debe permitir la muerte en el paciente con un estado irreversible por
razones que casi siempre son médicas y éticas simultáneamente y que cuando
ocurren, casi cotidianamente en pacientes que no pueden ejercer su autonomía,
deberán atender a sus preferencias en relación a la calidad de vida, si se
conocen, y al conocimiento y consentimiento de la familia (10). Cuando del
soporte vital se trata, todas son acciones: la aplicación, la abstención y el
retiro. Nunca en este campo se trata de abandonar o dejar morir a nadie porque
además esta calificación traduce la imprudente omnipotencia de que ahora la
muerte podría ser evitada (11, 12).
Aunque
la medicina se resista en contarlo y naturalmente a la sociedad le cueste
escucharlo, entenderlo y asumirlo, el soporte vital inauguró una época de
muerte tecnológica que se suma a la natural, la accidental y la voluntaria. Y
en tales casos, cuando no existan directivas anticipadas o una clara y conocida
preferencia del paciente, lo frecuente y natural es que frente a una autonomía
reducida o ausente, las decisiones, en cualquier sentido que fuere, deberán
tomarla siempre terceros como lo son los médicos, la familia y naturalmente
también los jueces (2).
Debe
confiarse en la generalización de la aplicación de una ética del cuidado,
presente en la medicina paliativa para ayudar a morir, y rechazar en cambio a
la creciente judicialización del acto médico que además de transformar
demasiadas veces un acto humano en un expediente judicial siempre está sometida
a las variables y disímiles interpretaciones de las normas del derecho
positivo, cuando éstas existen (13).
El
imperativo tecnológico aplicado al acto médico nos introduce en una etapa en
que estas cuestiones que atienden a la llegada de la muerte y a la libre
elección en las formas del vivir y del morir debieran quedar, ahora más que
nunca, en la intimidad personal y familiar y en la búsqueda de superar la
peligrosa fragilidad que hoy existe entre la medicina y la sociedad (2).
EDITORIALES
1. Ad Hoc Committee of the Harvard Medical School to
examine the definition of brain death. A
definition of irreversible coma. JAMA 1968; 205: 337-40.
2.
Gherardi CR. Vida y muerte en terapia Intensiva. Estrategias para conocer y
participar en las decisiones. Buenos Aires: Editorial Biblos. 2007.
3. Report of the medical consultants on the diagnosis
of death to the President’s Commission for the study of ethical problems in
medicine and biomedical and behavioral research. Guidelines of the
determination of death. JAMA 1981; 246: 2184-6.
4. Chioléro R, Berger M. Endocrine response to brain
injury. New Horizons 1994; 2: 432-42.
5. Shewmon DA. Chronic “Brain Death”, Meta-analysis
and conceptual consequences. Neurology 1998; 51: 1538-45.
6. Powner DJ, Bernstein IM. Extended somatic support
for pregnant women alter brain death. Crit Care Med 2003; 31: 1241-9.
7. Youngner SJ. Defining Death: A superficial and
fragile consensus Arch Neurol 1992; 49: 370-2.
8.
Gherardi CR. La muerte intervenida. De la muerte cerebral a la abstención o
retiro del soporte vital. Medicina (Buenos Aires) 2002; 62: 279-90.
9. Morrison RS. Death: Process or event? Science 1971;
173: 694-8.
10. Task force on ethics of Society of Critical Care
Medicine: Consensus report on the ethics of foregoing lifesustaining treatments
in the critically ill. Crit Care Med 1990;18:
1435-9.
11.
Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva. Pautas y
recomendaciones para el retiro y/o abstención de los métodos de soporte vital.
Medicina (Buenos Aires) 1999; 59: 501-4.
12.
Gherardi CR. Pautas para la abstención y/o retiro del soporte vital en terapia
intensiva (1999). Reflexiones después de 7 años. Medicina Intensiva 2007;
24:44-51.
13.
Gherardi C, Gherardi N. La judicialización del acto médico y la generación de
nuevos conflictos Medicina (Buenos Aires) 2007; 67: 502-10.
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