FIEBRE. PERCY ZAPATA MENDO.
FIEBRE
La
fiebre es el primer indicio que aparece cuando sufrimos de una enfermedad
infecciosa. Se incrementa el pulso, se manifiestan escalofríos, malestar
general y dolor de cabeza. Lo primero que se echa mano es el ibuprofeno u otro
antipirético. ¡Hay que bajar la fiebre! Pero… ¿Es ello correcto, o no?
La
fiebre no es solo desagradable, sino que también puede ser peligrosa, ya que
puede producir convulsiones y perjudicar el cerebro. Por ello es explicable que
la primera reacción sea tratar de combatirla, sobre todo en el niño pequeño.
Sin embargo desde hace algunos años cada vez es mayor el número de médicos que
aconsejan no combatir la fiebre y no administrar antipiréticos. Incluso algunos
piensan que el incremento de la temperatura puede ser una respuesta beneficiosa
del organismo frente a la infección.
En
el pasado así se estimaba: Thomas Sydenham, médico inglés del siglo XVII,
considerado fundador de la clínica moderna, describía la fiebre como "un interesante mecanismo que la
naturaleza echaba manos para conquistar a sus enemigos". Julius
Wagner-Jauregg, médico austriaco, sostenía que sus enfermos psiquiátricos
mejoraban después de un ataque febril y por ello la provocaba inyectándole
sangre de pacientes con malaria. También había observado que enfermos de
sífilis se mejoraban con los ataques febriles. Wagner-Jauregg fue honrado con
el premio Novel en 1927.
Ha
sido muy recientemente, sólo a partir del 1900, que la fiebre dejó de ser
considerada como favorable, lo que coincidió con la introducción de la aspirina
en Alemania. Probablemente los médicos asociaron la acción analgésica de la
aspirina con su acción antipirética, cosa que la industria farmacéutica se
encargó de proclamar como favorable. Ello también coincidió con los conceptos
del médico francés, Claude Bernard, que sostenía que el organismo tenía su
propia "homeostasis",
entendiendo por tal la capacidad de mantener su funcionamiento dentro de un
estrecho rango de condiciones. Desviaciones de este rango debían combatirse
para lograr la mantención del normal estado de salud. La desviación más obvia
era la fiebre, la cual podía medirse con gran exactitud por un nuevo
instrumento recién descrito: "el
termómetro de mercurio". Con ello el combate a la fiebre pasó a ser un
dogma.
Causó
asombro lo que el Doctor James Fruthaler, profesor de pediatría de la
Universidad de Tulane, dijo en una reunión de la Academia Americana de
Pediatría de los Estados Unidos, algo que pareció una aberración: "la fiebre no es importante y no es
necesario tomar la temperatura de los niños en forma rutinaria". "La
fiebre no causa daño en sí, y los casos de daño cerebral que han sido descritos
no son debidos a la fiebre, sino a la enfermedad que genera la fiebre". Ante
tamaña afirmación, muchos asistentes abandonaron la sala murmurando con cierto
recelo e incredulidad: ¿La fiebre es un mecanismo defensivo?
Más
tarde, el fisiólogo Clark Blatteis de la Universidad de Tennessee en Memphis
afirmó que la fiebre era una respuesta natural a la infección, presente no sólo
en la especie humana y todos los mamíferos, sino también en las aves, en los
peces, los anfibios y los reptiles. “Son
los linfocitos T de la sangre, los que liberan proteínas conocidas como
pirógenas. Estas, por vía sanguínea, actuaban en el hipotálamo, ubicado en la
base del cerebro, el que responde elevando la temperatura corporal”.
Lo que se conoce en la actualidad
Las
primeras evidencias del beneficio de la fiebre vinieron cuando se comenzó
conocer el funcionamiento del sistema inmunológico. Hoy está claro que muchos
mecanismos defensivos trabajan mejor en condiciones de temperaturas más altas.
Así por ejemplo la habilidad de las células inmunológicas, los llamados
linfocitos T, se facilita con la temperatura. Del mismo modo, las temperaturas
elevadas hacen menos peligrosos los efectos de las citoquinas, proteínas que se
liberan los linfocitos y otras células inmunológicas, durante la infección.
Se
sabe también que la fiebre no es favorable para el desarrollo microbiano. Un
equipo liderado por el microbiólogo Garth Dixon, de la Diversity College de
Londres, estudió los efectos de la temperatura sobre la Neisseria meningitis B,
germen causante de la mayor parte de las meningitis bacterianas. Determinaron
en muestras sanguíneas, la cantidad de bacterias que existían en la temperatura
ordinaria, comparándolas con aquellas que existían a una temperatura de 40
grados centígrados, comprobando que disminuían en un 90%. En su trabajo
publicado en el Brithish Medical Journal, Dixon cuestionaba el uso rutinario de
antipiréticos para disminuir la fiebre (DOI: 10.1136/bmj.c450). Como
consecuencia de sus trabajos, deduce que la fiebre prolongada favorece las
defensas, disminuyendo las bacterias, lo que era bueno para una más rápida
recuperación.
Claro
que era un ensayo de laboratorio, lo que no siempre puede extrapolarse a lo que
sucede en el enfermo. Las observaciones clínicas tampoco han sido precisas ya
que corresponden solo a estudios realizados sin grupos de control. Es así como
en muchas de ellas, hechas entre los años 1980 y 1990 solo sugieren que los
antipiréticos dificultan, más que ayudan, las respuestas del organismo al
resfrío común, la varicela o la malaria. Más recientemente, Gavin Barlow, del
hospital Hull and East Yorkshire NHS Trust, en Inglaterra, relata observaciones
hechas en pacientes de neumonía, donde examinaron cerca de 400 pacientes,
concluyeron que mientras más febriles en el momento de la admisión, más eran
las posibilidades de sobrevida. Aquellos que al ingreso tenían una temperatura
bajo 36 grados centígrados, 30 días después habían fallecido un 30%. Mientras
tanto, que aquellos que habían tenido al ingreso temperaturas sobre lo normal,
sólo habían fallecido un 7% en igual periodo. Mientras que por otra parte, de
los que habían llegado con temperaturas de 40 grados centígrados, no había
fallecido ninguno. (British Medical Journal vol. 340, p 382). El equipo
registró datos similares en pacientes que llegaron con septicemias. Sin embargo
ello era solo una observación y no un estudio randomizado.
Pero
también hay estudios aleatorios, hechos en pacientes en servicios de cuidados
intensivos, en los cuales las temperaturas se controlaron en forma más precisa
y continua. En uno de ellos, realizado en el año 2005 en la Universidad de
Miami, Florida, se estudiaron 82 pacientes críticos. Ellos fueron randomizados,
de modo que unos recibían un tratamiento estándar antipirético si su
temperatura era sobre 38.5 grados centígrados, mientras que en otros sólo
recibían la droga si la temperatura alcanzaba los 40 grados centígrados. En la
medida que el ensayo progresaba, se produjeron 7 muertes entre los que tenían
tratamientos antipiréticos y sólo uno en los que no se hacía tratamiento
antipirético (Surgical Infections, vol. 6, p 369). "Este trabajo es la principal evidencia para cuestionar el
tratamiento agresivo ortodoxo de la fiebre", dice Carl Schulman, que
dirigió el ensayo. El actualmente trata la fiebre solo si el paciente se siente
muy inconfortable, o si presenta cambios fisiológicos adversos debido a la
fiebre.
No obstante…
Con
todo, David Menon, especialista en neurología del hospital Addenbrooke en
Cambridge, Inglaterra, piensa que aún no hay suficiente evidencia como para
cambiar la práctica convencional de tratar la hipertermia. Más aún si hay
evidencia que la fiebre elevada es peligrosa para el cerebro, como por ejemplo
después de traumatismos cerebrales o luego de una hemorragia cerebral. "Si yo fuera un enfermo crítico, con
una enfermedad infecciosa, estaría preocupado si dejaran subir
significativamente mi temperatura", dice Menon.
Otro
inconveniente que se debe tomar en consideración es la fiebre en personas muy
enfermas. En ellas puede incrementarse el metabolismo, lo que significa un
nuevo estrés. "Muchos enfermos en la
Unidad de Cuidados Intensivos, están en una situación de estrés grave y si a
ello se le agrega fiebre, puede ser riesgoso incrementar la demanda
metabólica", dice Kevin Laupland de la Universidad de Calgary en
Alberta, Canadá.
Pero
en todo caso es cierto que se usan muchas veces antipiréticos en enfermedades
sin importancia y probablemente en aquellas ocasiones, la fiebre no es una mala
cosa. En el pasado a los padres se les aconsejaba pasar agua con esponjas sobre
la superficie dérmica del niño febril, o incluso sumergirlos en baños de agua
fría, para prevenir las convulsiones febriles. En la actualidad sólo se les
aconseja administrar ibuprofeno o paracetamol. El único debate es si es bueno
aconsejar o no ambas drogas.
En
el año 2007, las Guías del National Institute for Health and Clinical
Excellence (NICE) de Inglaterra, ya se admitía la posibilidad que la fiebre
pudiese ser benéfica para combatir la infección en el niño. Allí los autores
aconsejaban que los antipiréticos deberían solo usarse si el niño estaba
estresado.
Pero,
¿qué hay sobre las convulsiones febriles? "A
parte de la angustia que esto produce en los padres, casi nunca llegan a
producir efectos duraderos", dice Edward Purssell, que es coautor de
las Guías NICE. El punto es que los antipiréticos no las previenen. Ellas
parecen ser producidas no por la fiebre, sino por una rápida elevación de la
temperatura, de modo que cuando se encuentra que ya el niño está caliente, ha
pasado el riesgo de convulsiones. "Lo
frecuente es que la convulsión es el primer signo y luego se constata que la
temperatura se ha elevado, por lo que no es posible prevenirla", dice
Purssell.
Lo
probable es que la discusión de bajar o no la temperatura, especialmente en los
niños, continúe por bastante tiempo. La práctica ya lleva muchas décadas y para
variarla tendrían que desarrollarse muchas más investigaciones y ser muy
convincentes, lo que no es probable que suceda, ya que se necesitarían muchos
más ensayos. En definitiva, frente a una madre angustiada porque el niño tiene
fiebre, lo probable es que el pediatra continúe dando antipiréticos,
especialmente si no tiene otra cosa que prescribir.
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