LA PESTE NEGRA EN LA HISTORIA. PERCY ZAPATA MENDO.

LA PESTE NEGRA EN LA HISTORIA

Bueno, como distrito ya estamos en las noticias a nivel nacional, y no precisamente por algún logro que debamos festejar, sino como el foco infeccioso de una enfermedad que asoló a Europa hace  700 años. Uno de los matutinos refiere que: “En el distrito de Casa Grande, en la provincia de Ascope, existen dos casos sospechosos de peste bubónica. Se trata de un hombre de 39 años de edad y de un menor de un año de edad, quienes reciben el respectivo tratamiento a fin de evitar que contraigan este mal…Cabe indicar que hasta el momento hay tres casos de peste, uno de ellos falleció y dos tienen la enfermedad”.

Sí, estamos ante un nuevo brote de la temida Peste, pero en esta ocasión, no detallaré sobre el agente causal, los síntomas, el tratamiento o prevención de esta enfermedad, pues ya bastantes artículos están circulando por internet y por medio de las campañas que se están publicitando en nuestros medios locales. Esta vez, abordaré la historia de esta zoonosis (enfermedad transmitida por los animales al hombre).

Quienes hemos nacido desde mediados a finales del Siglo XX, y principios de este nuevo siglo XXI, se nos es muy espinoso concebir o imaginar siquiera, lo terroríficas y dramáticas que fueron las pandemias que flagelaron a la humanidad. De todas estas plagas que nos asolaron, siempre me ha llamado la atención la Peste bubónica (también conocida como Peste Negra) que tuvo lugar en la Europa Medieval en 1347, más que nada por la cuantía de crónicas y registros históricos que han quedado sobre ella. Sin lugar a dudas, es la que más pánico y muerte causó en tan sólo tres años.

Sólo supongan que ahora la gente empiece a sucumbir a una rapidez imparable y que nadie sepa el motivo, y que en dos o tres meses, si tú has sido un bienaventurado superviviente, hayas visto morir a más de la mitad de personas que conoces. Para tener una mejor idea, les invito a hacer este ejercicio: Escriban los nombres de 20 familiares y amigos que más amen y sean indispensables en sus vidas. Luego pidan a alguien que tache o elimine al azar diez de esos nombres. (Si vivían en Italia o al Sur de Francia habría que borrar 15 o 16 de los nombrados). Así tan de porrazo y pavoroso fue.

La gente enfermaba y moría de repente, y nadie estaba al tanto de la causa.

La peste negra que asoló Europa, se piensa ahora, fue producida por la bacteria Yersinia pestis que era transmitida a los humanos por las pulgas de la rata negra, la que hoy conocemos como rata de campo. Su expansión fue tan veloz debido a que estas ratas eran polizontes habituales de las embarcaciones que comerciaban de puerto en puerto.

Lo curioso, es la forma de cómo tuvo su iniciación en Europa. De hecho, fue el primer intento de guerra biológica a gran escala, perpetrada por los mongoles, que tenían sitiada la ciudad de Kaffa, en Crimea, una posesión genovesa, y catapultaron cadáveres contagiados de peste trasferida del Asia por encima de las murallas, infectando a los sitiados con la terrible enfermedad.

Algunos barcos genoveses lograron escapar, pero la tripulación ya estaba infectada, y los barcos iban plagados de ratas que esparcieron la enfermedad en todos los puertos donde recalaron. Según algunos cronistas, cuando los barcos llegaron a Constantinopla, desde lejos podía verse que gran parte de la tripulación ya venía muerta sobre las cubiertas. Otras naves continuaron el viaje hasta Mesina (Sicilia), donde se les impidió entrar, aunque ello no evitó que buena parte de las ratas abandonaran el barco y se quedaran. Desde el sur de Italia, la peste se extendió hacia el norte, pasando por Suiza, Baviera y los Balcanes. Otras naves llegaron hasta Marsella, desde donde penetró la peste por toda Francia, España y Portugal.

Desde esta primera oleada de 1347 (la más terrible y mortal), la Peste Negra asoló Europa durante tres siglos. Diezmaba una ciudad y desaparecía por décadas, pero siempre estuvo presente, intermitente en el Mediterráneo. Cuando no estaba en un reino o país estaba en otros, con epidemias más bien locales, pero ninguna fue tan terrible ni se extendió tanto como la primera, que literalmente mató a un tercio de la población europea de ese tiempo, o sea hablamos de 25 millones de muertes entre 1347 y 1350.

Luego por supuesto, hubo brotes que asolaron ciudades enteras, como la Peste Italiana de 1629, la Epidemia de Sevilla en 1649, la Gran Peste de Cataluña en 1650, la Gran Plaga de Londres de 1665, o la Gran Peste de Marsella de 1720. De hecho uno de los sitios más golpeados y recurrentes eran las ciudades francesas donde se estima murieron más de tres millones de infectados.

El tiempo promedio que una de estas pestes asolaba una ciudad era de dos a tres años, hasta que quedaba diezmada la población y los sobrevivientes adquirían una especie de frágil inmunidad. Pero como estas epidemias eran cíclicas, tarde o temprano volvían, y siempre que lo hacían arrasaban nuevamente con la población.

Cuando la epidemia golpeaba una ciudad, la vida cambiaba en todos sus aspectos radicalmente, desde las relaciones dentro de una misma familia, hasta las estructuras sociales, políticas y económicas. Los teatros se encontraban vacíos, los cementerios llenos y las calles atestadas de pestilentes cadáveres.

Los gobiernos europeos de la época no tuvieron ninguna respuesta ante la crisis, porque nadie conocía la causa ni sabían cómo se propagaba. En 1348 por ejemplo, se extendió tan rápidamente, que antes de que los médicos o las autoridades pudieran pensar en algo, un tercio de la población ya había muerto. En las ciudades más pobladas no era raro que muriera hasta la mitad de su gente. Quienes vivían en zonas aisladas sufrieron menos, en contraste con los monasterios y conventos que fueron los más afectados, ya que se dedicaban a cuidar a las víctimas que habían sido abandonadas por su familia, algo que se hizo común. En sus períodos más letales, la antigua epidemia, cualquiera que haya sido su causa, mató a seis de cada diez personas en las zonas afectadas.

El miedo natural no tardó en transformarse en pánico, y en tiempos de pánico es fácil desatar a la ira -que nunca es buena consejera- y se adoptaron hábitos extraños. Algunos extremistas se convirtieron en "flagelantes", azotaban sus cuerpos hasta desgarrarse la piel de la espalda, mientras peregrinaban de ciudad en ciudad proclamando que la peste era un castigo proporcionado por Dios. Otros en cambio se dedicaron a la persecución de extranjeros y minorías, o de quienes se autodenominaban brujos, curanderos y gitanos. Los judíos siempre han tenido (por su religión) diferentes rituales de higiene, que en esa época era más frecuente que la del europeo promedio, y por ende casi no se contagiaban. Eso también resultó muy sospechoso y fueron acusados de envenenar las fuentes de los cristianos, y también fueron salvajemente perseguidos, torturados y quemados en hogueras.

Para colmo, millones de gatos fueron torturados y asesinados, ya que popularmente se les asociaba con las brujas y con el diablo. Las grandes ciudades no tenían gatos, y en los pueblos habían muy pocos que alejaran a las ratas.

La gente estaba en shock, y a pesar de estar rodeados de muertos, cadáveres y pestilencia, se seguía asesinando a personas inocentes, porque obviamente, alguien debía ser culpado. Como la medicina medieval nunca estuvo a la altura del desafío de prevenir o curar la peste, tampoco podía haber espacio para la magia y la superstición.

Fue de esta forma que empezaron a aparecer los primeros “médicos de la peste”, que al inicio eran médicos sin trabajo o de segunda categoría, uno que otro temerario que se ganaba la vida atendiendo a los enfermos apestados, ricos o pobres, y como siempre había alguna ciudad que los necesitaba, eran muy cotizados y bastante bien pagados. Sus honorarios los pagaba la autoridad de la ciudad que los llamaba.

La pérdida de tantas vidas en un mismo sitio debido a la peste, fácilmente podía desatar un desastre económico en un pueblo o ciudad. Por eso estos médicos eran tan valiosos y se les daba privilegios especiales. Tan cotizados eran, que cuando Barcelona envió a dos médicos de los suyos para colaborar en la Plaga de Tortosa (Tarragona) en 1650, fueron secuestrados en el camino y los delincuentes exigieron un rescate. La ciudad de Barcelona tuvo que pagar por su liberación.

Estos médicos especiales firmaban un contrato previo con la ciudad que los requería, y entre las cláusulas especificaban por ejemplo, que debían recibir tres salarios por adelantado, que era algo como un seguro porque también ellos temían morir. También dejaban muy en claro que se consagrarían únicamente a la peste y no a otro tipo de enfermedades. La ciudad que los llamaba cubría sus gastos de alojamiento y alimentación (claro está, aparte del sueldo) durante su permanencia, y se les daba otras garantías como indemnizaciones por despido intempestivo; la época y la ignorancia acerca de la enfermedad, se prestaba para que estos médicos especiales impongan sus condiciones, y sean vistos como seres especiales.

A partir del siglo XIV comenzaron a protegerse con una máscara de pájaro, que era conocida como "el pico de médico"; y es que una creencia muy común en la Edad Media era que las aves podían propagar la peste. Se pensaba que al ponerse la máscara de pájaro, el médico podía alejar la plaga de la zona donde estaba atendiendo a los enfermos. Una correa sostenía el pico sobre la nariz del galeno y sobre ella había dos aberturas con vidrio para los ojos. Esta máscara también tenía orificios pequeños para respirar, y el cono propiamente dicho, se rellenaba con hierbas aromáticas, flores secas, especias, y alcanfor o en su defecto una esponja con vinagre. En lo que si debió haber sido efectivo este "pico de médico", es en alejar los malos olores, los que se llegó a pensar, eran la principal causa de la peste.

La máscara en sí, junto a los guantes, botas, un sombrero de ala y esa especie de “sobretodo” exterior que les cubría toda la ropa, convirtió a éstos médicos medievales en personajes tétricos. Y es que era lógico, su sola apariencia indicaba que la peste estaba cerca o que pronto se desataría una epidemia. Ver de repente en tu pueblo o ciudad a uno de estos médicos de pico completamente ataviados, debe haber sido lo más cercano a ver ahora una calavera paseándose con su guadaña.

En la actualidad, con la seguridad que sentimos al tener nuestras vacunas completas y una gama de antibióticos para cualquier molestia, vemos a estas historias demasiado lejanas, irrepetibles; y los atuendos hasta cierto punto extravagantes. Pero me gustaría que sepan que fue la peor época que vivió Europa, aún más terrible que las dos Guerras Mundiales porque la peste no discriminaba países, nobleza ni plebeyos, ni a mujeres ni a niños.

Sólo para que tengan una leve idea de la pesadilla que se vivía cuando la peste llegaba a una ciudad, les dejo con el desgarrador testimonio en primera persona del escritor italiano Giovanni Boccaccio, quien sobrevivió a la plaga que asoló Florencia en 1348. Tan terrible experiencia lo inspiró a escribir El Decamerón, una historia de siete hombres y tres mujeres que escapan de la peste fugándose a una villa a las afueras de la ciudad. En su introducción, Boccaccio da una descripción bastante gráfica y cruda de los efectos de la epidemia en Florencia.

Los síntomas de la muerte inminente:

"Los síntomas no son los mismos que en el Este, donde un chorro de sangre nasal es el signo claro de la muerte inevitable; pero empiezan en hombres y mujeres con ciertas hinchazones en la ingle o la axila que llegan a ser del tamaño de una pequeña manzana. Poco después aparecen las manchas de color negro o púrpura en los brazos, piernas o cualquier parte del cuerpo. Estos puntos también son un signo cierto de la muerte.

No había medicina que ayudara o aliviara esta enfermedad, aparte de que nadie sabía que la causaba. Muy pocos se recuperaban, pero la mayoría de infectados morían a los tres días de la aparición de los tumores anteriormente descritos, la mayoría de ellos sin ningún tipo de fiebre u otros síntomas.”

La renuencia ante el desastre:

“Mucha gente se aisló pensando que la vida moderada y el no mantener contacto cotidiano los preservaría de la epidemia. Se encerraban en las casas donde no había enfermos, comían y bebían muy frugalmente, evitando todo exceso, pero no llegaban noticias o soluciones para la enfermedad. Otros hacían todo lo contrario. Pensaban que una cura segura para la plaga sería estar bien alimentado y que el vino alejaría al mal. Bebían, cantaban y se divertían, satisfacían todos los apetitos que podían y bromeaban acerca de la situación. Literalmente pasaban día y noche en las tabernas bebiendo sin moderación. Esto se podía hacer fácilmente porque todos se sentían condenados y dejaban abandonadas sus casas y propiedades, y estas pasaban a ser propiedad común de viajeros de paso y vagabundos. Cualquier extraño las tomaba como si fueran suyas. Todo este comportamiento bestial, era para evitar a los enfermos tanto como sea posible.

En medio del sufrimiento y la miseria de nuestra ciudad, las autoridades humanas y divinas desaparecieron casi por completo, ya que, como todos, los ministros y ejecutores de las leyes estaban todos muertos o enfermos, o encerrados con sus familias, de manera que nadie trabajaba. Todo hombre, por lo tanto, podía hacer lo que quisiera.”

El rompimiento del orden social:

“Cada ciudadano evitaba al otro, ningún vecino se preocupaba por los demás y los familiares dejaron de visitarse. El corazón de hombres y mujeres fue tan golpeado por el terror, que hermanos abandonaron a hermanos, al igual que los cónyuges entre sí. Lo que es aún peor y casi increíble, es que padres y madres se negaron a ver y atender a sus hijos, como si no hubieran sido de ellos.

Por lo tanto, una multitud de hombres y mujeres enfermos se quedaron sin ningún cuidado, excepto de la caridad de los amigos (pero fueron pocos) […] Dado que los enfermos fueron abandonados por todos sus parientes y amigos, surgió una costumbre de la que nunca se había oído hablar antes. Mujeres hermosas y nobles, cuando cayeron enfermas, no tuvieron escrúpulos en tomar criados jóvenes o viejos, y sin ningún tipo de vergüenza, les exponían su cuerpo desnudo porque la enfermedad las obligaba a hacerlo. Quizás por esto, las mujeres con moral más relajada fueron las que sobrevivieron.”

Los enterramientos en masa:

“La situación de los pobres y las clases medias fueron aún más lamentables. Ellos se encerraron en sus casas, ya sea por pobreza o con la esperanza de seguridad, y aun así enfermaron por miles. Sólo se sabía que estaban muertos porque los vecinos seguían el olor de los cuerpos en descomposición y sus cadáveres eran hallados en los rincones. Los sobrevivientes estaban más interesados en deshacerse de los cuerpos en descomposición, que en darles cristiana sepultura. Sacaban los cuerpos de las casas y los ponían en la entrada. Cada mañana podían verse cantidades de muertos en las puertas de las casas.
Llegaban tal cantidad de cadáveres a las iglesias todos los días y a cada hora, que no era suficiente la tierra consagrada para darles sepultura. Como los cementerios estaban llenos, se vieron obligados a cavar trincheras enormes, donde se enterraban los cadáveres por cientos. Los arrumaban como pacas en bodega y los cubrían con un poco de tierra, hasta que la zanja se llenaba.”


Esta es una traducción personal y libre de algunos párrafos seleccionados del primer capítulo del libro en inglés. El asunto es que El Decamerón está escrito con el lenguaje habitual de la Edad Media. De todas formas, para quienes lo deseen aquí pueden leer todo el libro en castellano, con una fiel traducción a los modismos de la época.

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