ANTECEDENTES DE LA ANESTESIA. PERCY ZAPATA MENDO.
ANTECEDENTES DE LA ANESTESIA
En el Hospital General de Massachusetts, una de las instituciones médicas de mayor prestigio en el mundo, se conserva una sala de operaciones en la que parece que el tiempo se hubiera detenido en 1846. Se respira en el "Ether Dome" un aire rancio, y las mesas con el instrumental quirúrgico de entonces, el anfiteatro abovedado, o la vetusta mesa de operaciones, impregnan al visitante con una sensación profunda, mitad de templo, mitad de mausoleo. Las viejas paredes oyeron los gritos de dolor de muchas personas mientras eran operadas con plena conciencia; personas que tenían que ser sujetadas por hombres robustos para que se estuvieran mínimamente quietas durante penosos actos quirúrgicos...
Pero aquella sala también fue testigo de la primera demostración de la capacidad anestésica de un gas.
John C. Warren, profesor de Cirugía en Harvard, con levita y corbata de lazo, esperaba en la sala, conversando con sus colaboradores. Poco después entraba Gilbert Abbot, al que le iban a ser extirpados unos ganglios en el cuello. En ropa interior y calcetines, subió por su propio pie a la mesa de operaciones desde la que, un tanto inquieto, no perdería detalle de lo que ocurría a su alrededor.
«Esto no es un engaño»
Pasaban los minutos sin que apareciera el que iba a aplicar la prometida anestesia, y todos empezaban a impacientarse. Al cabo de un cuarto de hora, John C. Warren se cansó de esperar y, en voz alta, comentó sarcásticamente: «Bien... Parece que el Dr. Morton ha tenido algo más interesante que hacer...» Pero cuando los mozos ya procedían a sujetar al paciente, entró en la sala el esperado William T. Morton. Con paso decidido e indiferente a los comentarios sobre su demora, se acercó al enfermo. Conversó con él unos instantes y en seguida aplicó a su rostro una mascarilla conectada a una pequeña esfera de vidrio en cuyo interior había una esponja empapada en éter. Poco después, Gilbert Abbot quedaba dormido y no se despertaría durante la intervención... Al terminar de hacer la última sutura, Warren se volvió hacia el anfiteatro y pronunció una frase que ha pasado a la Historia de la Medicina: «Caballeros, esto no es un engaño.»
Desde tiempos remotos, los médicos han intentado hallar una anestesia lo suficientemente profunda como para que, sin poner en peligro la vida del paciente, permitiera intervenirle sin dolor. Con ese fin se utilizaron sustancias tan diversas como las bebidas alcohólicas, el hachís, la mandragora, el opio, la cicuta, las "esponjas somníferas" o la cocaína. Esos productos, masticados o ingeridos, no permitían, sin embargo, más que una leve y fugaz reducción del dolor; y hacer que el paciente perdiese la conciencia mediante estrangulación o golpes en la cabeza siempre fue algo arriesgado por lo imprevisible y la gravedad de sus consecuencias. Se entiende, pues, que durante mucho tiempo se recurriera a sujetar al paciente mientras actuaba el cirujano. Así, las intervenciones tenían que ser breves y casi siempre se limitaban a traumatismos, amputaciones y situaciones críticas.
Los pasos decisivos
Hemos de esperar hasta finales del siglo XVIII para que los químicos sinteticen los dos primeros anestésicos propiamente dichos: el óxido nitroso y el éter dietílico, que por diversas razones no fueron introducidos en Medicina hasta mediados del XIX. Serían dos odontólogos de Boston, Horace Wells y William Morton, los que darían los pasos decisivos.
En 1844, Wells se anestesió a sí mismo varias veces con óxido nitroso; pero cuando pretendió hacer una demostración en el Hospital General de Massachusetts, cometió un error técnico y fracasó estrepitosamente. En ensayos posteriores incluso hubo un caso de muerte atribuible al anestésico, y Wells, hundido por la vergüenza y la depresión se suicidaría poco después.
Morton conocía los trabajos de Wells y también hizo pruebas con el óxido nitroso. Sin embargo, en experimentos realizados en perros y consigo mismo, el éter resultó más cómodo y seguro. De esta forma, en octubre de 1846 pudo demostrar públicamente la eficacia de un método que, por fin, «no era un engaño».
En 1847 se introduciría el cloroformo, que tenía la ventaja de ser más seguro en su manejo y el inconveniente de producir graves alteraciones cardiovasculares; pero el hecho anecdótico de que la Reina Victoria de Inglaterra lo eligiera el 1848 como anestésico en uno de sus partos, alentaría su uso hasta bien entrado el siglo XX. En años posteriores, la anestesia avanzaría por tres grandes caminos: por un lado, a través del descubrimiento de nuevos gases anestésicos más eficaces y seguros -ciclopropano, halotano, etcétera-; por otro, mediante el perfeccionamiento de los aparatos que administran esos gases, y, finalmente, por el desarrollo de máquinas y técnicas capaces de garantizar, simultánea y automáticamente, una adecuada oxigenación de la sangre del operado. Todo ello, unido a la posibilidad de inducir anestesias no sólo generales y profundas, sino también locales y regionales que mantienen consciente a la persona, y de emplear relajantes musculares, permitiría llevar a cabo intervenciones quirúrgicas cada vez más precisas y seguras.
Adiós a la agonía
En los alrededores de Boston se encuentra el cementerio de Mont Auburn. Allí reposan los restos mortales de aquel odontólogo que en octubre de 1846 hacía detenerse el tiempo en una sala de operaciones del Hospital General de Massachusetts. Sobre su tumba hay un monumento de piedra en el que pueden leerse las siguientes palabras de Henry Jacob: «William T. Q. Morton. Inventor de la inhalación anestésica. Antes de él, la cirugía era siempre agonía. Gracias a él, se puede evitar el dolor quirúrgico. Desde él, la ciencia controla el dolor.
Referencia: Santiago Prieto
Comentarios
Publicar un comentario