LA PESTE NEGRA. PERCY ZAPATA MENDO.
LA
PESTE NEGRA
A
mitad del siglo XIV, entre 1346 y 1347, detonó la mayor enfermedad infecciosa
de peste de la historia de Europa, tan sólo parecida con la que asoló el
continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces,
la peste negra se convirtió en una intrínseca compañera de viaje de la
población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Sin
embargo, el mal jamás se volvió a exhibir con la virulencia de 1346-1353,
cuando embebió la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de
extrañar. Por entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban
constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la
lepra, la más temida. Pero la peste tuvo un impacto terrible: por un lado, era
un huésped impensado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen
como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir estratos
sociales o económicos. Quizá por esto último, porque no sólo afectaba a los más
pobres ni se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en
las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.
Sobre
el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media
explicaciones muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega,
atribuían el mal a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada
por la emanación de materia orgánica en descomposición, la cual se transmitía
al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto con la piel. Hubo
quienes imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico –ya fuese la aproximación
de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas– o bien
geológico, como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que
liberaban gases y efluvios tóxicos. Todos estos hechos se consideraban fenómenos
sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados de la humanidad.
El salto de las ratas a los hombres
Sólo
en el siglo XIX se descolló la idea de un origen sobrenatural de la peste. El
temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se
había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la
investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin,
de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la
peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a
otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos
animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban
el bacilo a los humanos con su picadura. La peste era, pues, una zoonosis, una
enfermedad que pasa de los animales a los seres humanos. El contagio era fácil
porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas –lugares
en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos
roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos
medios, como los barcos.
La
bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23 días antes de
que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre
tres y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez
una semana más hasta que la población no adquiría conciencia plena del problema
en toda su dimensión. La enfermedad se exteriorizaba en las ingles, axilas o
cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático
acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos
escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado recibía el nombre
de bubón o carbunco, de donde proviene el término «peste bubónica». La forma de
la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras
variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo
que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el
nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que
afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar
lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no
dejaban supervivientes.
Su origen y posterior propagación
La
peste negra de mediados del siglo XIV se extendió velozmente por las regiones
de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos años. El punto de
partida se situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en la
península de Crimea, a orillas del mar Negro. En 1346, Caffa estaba asediada
por el ejército mongol, en cuyas filas se manifestó la enfermedad. Se dijo que
fueron los mongoles quienes extendieron el contagio a los sitiados arrojando
sus muertos mediante catapultas al interior de los muros, pero es más probable
que la bacteria penetrara a través de ratas infectadas con las pulgas a
cuestas. En todo caso, cuando tuvieron conocimiento de la epidemia, los
mercaderes genoveses que mantenían allí una colonia comercial huyeron
despavoridos, llevando consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en
Italia, desde donde se difundió por el resto del continente.
Una
de las grandes cuestiones que se plantean es la velocidad de propagación de la
peste negra. Algunos historiadores proponen que la modalidad mayoritaria fue la
peste neumónica o pulmonar, y que su transmisión a través del aire hizo que el
contagio fuera muy rápido. Sin embargo, cuando se afectaban los pulmones y la
sangre, la muerte se producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día
como máximo, y a menudo antes de que se desarrollara la tos expectorante, que
era el vehículo de transmisión. Por tanto, dada la rápida muerte de los
portadores de la enfermedad, el contagio por esta vía sólo podía producirse en
un tiempo muy breve, y su expansión sería más lenta.
Los
indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica primaria. La
transmisión se produjo a través de barcos y personas que transportaban los
fatídicos agentes, las ratas y las pulgas infectadas, entre las mercancías o en
sus propios cuerpos, y de este modo propagaban la peste, sin darse cuenta, allí
donde llegaban. Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos de
recepción. Desde ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas,
que, a su vez, irradiaban el mal hacia otros núcleos de población próximos y
hacia el campo circundante. Al mismo tiempo, desde las grandes ciudades la
epidemia se proyectaba hacia otros centros mercantiles y manufactureros
situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos metastásicos», por
los que la peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales y
terrestres del comercio internacional, así como por los caminos de
peregrinación. Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de
propagación a escala regional e internacional. La difusión por vía marítima
podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía terrestre
oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con propensión a aminorar la marcha en
estaciones más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad más
bajos. Ello explica que muy pocas regiones se libraran de la plaga; tal vez,
sólo Islandia y Finlandia.
A
pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se detectaba la peste
en las ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto
modo las ciudades eran más seguras, dado que el contagio era más lento porque
las pulgas tenían más víctimas a las que atacar. En efecto, se ha constatado
que la progresión de las enfermedades infecciosas es más lenta cuanto mayor es
la densidad de población, y que la fuga contribuía a propagar el mal sin apenas
dejar zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la epidemia. En
cuanto al número de muertes causadas por la peste negra, los estudios recientes
arrojan cifras espeluznantes. El índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por
ciento en el conjunto de Europa, ya como consecuencia directa de la infección,
ya por los efectos indirectos de la desorganización social provocada por la
enfermedad, desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y
ancianos por abandono o falta de cuidados.
Las estadísticas del horror
España
pudo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con
lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Se ha
calculado que ésta fue la mortalidad en Navarra, mientras que en Cataluña se
situó entre el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos
abundan en la idea de una catástrofe demográfica. En Perpiñán fallecieron del
58 al 68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas afectaron al
clero de Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada por su
dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población:
Siena y San Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos,
sobre el 45 por ciento, y Florencia vio como de sus 92.000 habitantes quedaban
poco más de 37.000. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron
reducidos a tan sólo 30 entre 1347 y 1353.
Los
brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográfica
de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados
del siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella
catástrofe. Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353
se produjo un notorio incremento de los salarios, a causa de la escasez de
trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las ciudades,
que recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los campesinos pobres
pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que creció el número de
campesinos con propiedades medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía
rural. Así, algunos autores sostienen que la mortandad provocada por la peste
pudo haber acelerado el arranque del Renacimiento y el inicio de la
«modernización» de Europa.
Referencias
1.
Antoni Virgili.
Universidad Autónoma de Barcelona, Historia NG nº 103
2.
La Peste Negra
(1346-1353). La historia completa. Ole Benedictow. Akal, Madrid, 2011.
3.
Historia de las
epidemias en España y sus colonias (1348-1919). José Luis Betrán. La Esfera de
los Libros, Madrid, 2006.
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