LA FALTA DE APETITO. PERCY ZAPATA MENDO.

LA FALTA DE APETITO

Uno de los problemas que más frecuente­mente se plantean en una consulta de Pedia­tría es el del niño con falta de apetito.
Hay que distinguir entre la anorexia -falta de apetito- aguda o transitoria, que generalmente es expresión de un trastorno orgánico ocasional -como una infección banal-, y la anorexia crónica o persis­tente que rara vez es sec­undaria a un problema orgá­nico y que suele deberse a un trastorno del comporta­miento del niño.
En la mayoría de los ca­sos, la anorexia es un proble­ma de actitud del niño. Es conveniente que lo vea un pediatra para descartar una causa orgánica.
Cuando la anorexia es aguda, suele ser un sínto­ma acompañante de otro proceso subyacente, no es raro que la madre llegue a la consulta quejándose de que el niño ha dejado de comer, y, al preguntar si no tiene al­go más, recuerda: «¡ahí, sí, además tiene 40 de fiebre». Evidentemente, lo importan­te en este caso es la fiebre y la enfermedad que la produ­ce, y lo que hay que tratar es este proceso.
Algo tan natural como el deseo de alimentarse se sue­le alterar por el manejo obse­sivo que hacemos de ello. La información que reciben los padres sobre las necesidades nutricionales de los niños, si malentiende, hace que se im­pongan unas normas rígidas sobre lo que el niño debe co­mer, ignorando que cada uno es diferente.
Es magnífica la descrip­ción que un pediatra hacía en 1932 sobre el esfuerzo que hace toda familia para conseguir que un niño coma: «En muchas casas se lleva a cabo una batalla día a día. Por un lado, avanza un ejército armado de persuasiones, zalamerías, engatusamientos, engaños, hala­gos, súplicas, intimidaciones, regaños, críticas, amenazas, sobornos y casti­gos, cuya bandera es la excelencia de la comida, lo cual demuestran llorando o ha­ciendo como que lloran, ha­ciendo tonterías, cantando, contando cuentos, mostran­do un libro con ilustraciones, encendiendo la radio, tocan­do el tambor cuando entra la comida al cuarto con la espe­ranza de que sea bien recibi­da, o pidiendo a la abuela que realice una danza de sus tiempos, y otros procedi­mientos rutinarios que mo­dernizan diariamente. Por el otro lado, se encuentra el pequeño tirano resuelto a no darse por vencido y, si lo hace, capitulará bajo sus propios tér­minos. Dos de sus armas más poderosas son el vómito y la holgazanería.
Técnicas dudosas
Los padres practican di­versas técnicas para conse­guir que su hijo coma, y, por supuesto, el niño encantado con ser el centro de toda la familia. Un prestigioso pedia­tra inglés, el doctor Illing Worth, describe diferentes métodos para obligar a un ni­ño a comer:
La persuasión. Consiste en intentar convencer al niño por las buenas. Se le dice que se pondrá fuerte como Superman; se le pide que tome una cucharada "por papá", otra "por mamá", y otra más "por la abuelita o la tía María". Al niño le importa poco estar fuerte como Superman y no entiende por que tiene que tomar una cu­charada por la tía María.
La distracción. Consiste en distraer al niño con la tele­visión, cuentos o simulando, con la cuchara, un avión que va en picado hacia su boca. Todo para que el niño olvi­de que no quiere comer, y por supuesto está encantado con todo ese lío; sabe que si comiera, se acabaría el circo.
El soborno. La mayoría de los pa­dres no han podido resistir la tentación de sobornar a sus hijos para hacer que coman. Algunos ni­ños logran todo lo que quie­ren gracias a que no comen.
Las amenazas. Consiste en prometer al niño una serie de terribles castigos. Incluso se les amenaza con no que­rerles más si no comen o con “llevarles al médico para que les ponga una inyección”- luego, la madre no entiende por qué cada vez que el niño ve una bata blanca se pone a llo­rar-. El niño pronto se da cuenta de que estos castigos casi nunca se cumplen.
La fuerza. Consiste en ta­parle al niño la nariz y, apro­vechando que abre la boca para respirar, hacerle engullir algo de comida. Esto nunca sale bien, pues el niño se las apaña para escupir toda la comida, y, si logran que la trague, luego la vomita con facilidad.
Entre comidas
La mayoría de las veces que un niño no ha comido su­ficiente, la ma­dre se queda intranquila y después le com­pra una bolsa de papitas fritas o un yogurt para que «al menos co­ma algo». Esto les quita el apetito y en la próxima comi­da volverán a las andadas.
A veces se establece una competencia entre los pa­dres para ver quién consigue hacerle comer: «déjame a mí, que ya verás si va a comer...». Si la abuela o la tía viven en casa, también se unen en la batalla y, al final, el niño, consigue que todo en la casa gire alrededor suyo.
Algunas madres están convencidas de que su bebé ha nacido programado para tomar «diez minutos de cada pecho y cada tres horas» o «60 mililitros de biberón cada tres horas, con una pausa nocturna de seis horas». Pues esto no es así, la mayoría de los niños no se saben la lec­ción. Este error puede llevar a una actitud rígida que obli­ga al niño a comer cuando no tiene hambre, y, encima, la cantidad que pone en el biberón de leche. Cada bebé es dife­rente y necesita una cantidad de alimento y una frecuencia entre las tomas distintas. Mientras el niño gane peso aceptablemente hay que de­jar que se vaya regulando se­gún sus necesidades. Un mis­mo niño no tiene siempre el mismo apetito. Es muy nor­mal que se salte alguna toma y en otras quiera comer más. Lo mismo puede decirse de la cantidad. Los niños que na­cen pequeños suelen necesi­tar menos cantidad de ali­mento cada vez y con una frecuencia ma­yor, no hay que em­peñarse en que co­ma lo mismo que el "vecinito".
Como hemos vis­to, una de las causas más frecuentes de que un niño deje de comer es que tenga alguna infección. Es­ta inapetencia se mantiene durante unos días después de la enfermedad; si no se le da más importancia, el niño volverá a comer normalmen­te. Muchas veces es aquí cuando se inicia la mala diná­mica con la comida. La ma­dre, angustiada porque el ni­ño se va a morir de hambre, comienza a forzarlo, y el ni­ño, que no se encuentra bien, acaba cogiendo terror a la comida.
Casi todos los niños pasan épocas de inapetencia sin ex­plicación, pero que rara vez afectan a su salud.
Otro momento crucial en la alimentación de un niño es el paso del biberón y las papillas de cereales a los purés salados y las papillas de frutas. Estos tienen un sa­bor muy diferente, al que el niño se tiene que acostum­brar poco a poco.
Comer sólito
Alrededor del año de vida, el niño comienza a reafirmar su independencia y quiere coger el vaso y la cuchara y comer él sólo. Evidentemen­te, el puré acabará en cual­quier sitio excepto en su bo­ca y es probable que se pon­ga el plato por sombrero. Es­to puede acabar con los nervios de cualquiera, y la madre no le permite conti­nuar esta actividad, con el disgusto del niño que se nie­ga a seguir comiendo. Es pre­ferible poner un plástico grande y permitir que el niño practique con la cuchara mientras nosotros le damos con otra.
El siguiente problema, que se plantea sobre los dos años de vida, es la parsimo­nia del pequeño cuando co­me. Los niños no tienen con­ciencia del tiempo, no tienen ninguna prisa, mientras que la madre está deseando que acabe para recoger la cocina. Generalmente, se regaña al niño para que se dé más deprisa, lo que hace que coma más despacio. Es mejor dejar al niño en paz y establecer un tiempo máximo para comer y después retirarle el plato, sin mostrar preocupación; muchas veces el niño protestará porque sí quiere comer.
Más adelante, cuando el niño comienza a comer en la mesa con los padres, es muy importante que la comida sea un momento familiar agradable. El niño necesita comunicarse, y si en esos momentos los padres están ensimismados viendo la telenovela, se sentirá frustrado y tendrá que hacer algo para llamar la atención -generalmente no comer- y así lograr que se ocupen de él. En otras familias, la comida se utiliza para educar al niño y reprenderle continuamente porque pone los codos en la mesa o come con la boca abierta. De esta manera se crea una situación tensa que hace que el niño viva la comida como un rato desagradable.
El niño suele desarrollar una pérdida de apetito selectiva para algunos alimentos. Estos niños comen bien lo que les gusta, pero rechazan el pescado o la verdura o cualquier otro alimento. Por lo general, hacen esto como una especie de reafirmación de su personalidad. Quieren demostrar que a ellos no tienen por qué gustarles lo mismo que a sus padres. Es importante respetar estos gustos, dentro de un orden. Si no se le da más importancia, lo más probable es que el niño acabe comiendo de todo.

Referencia: José R. Villa Asensi. Con La Colaboración del Servicio de Pediatría del Hospital Doce de Octubre.

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